Noviembre
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Santos Jerónimo Hermosilla y Valentín de Berrio Ochoa
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Conmemoración de los Fieles difuntos
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Basílica de San Salvador de Letrán
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Santos Probo, Andrónico y Táraco
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Presentación de la Virgen en el templo
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Aclaraciones * Mientras no se indique algo diferente, las narraciones de los Santos, han sido tomadas de la 4ta edición del "Año Cristiano" de Fray Justo Pérez de Urbel, publicada en 1951. (Ediciones FAX. Madrid, España) * Los santos canonizados en años posteriores, se tomarán de otras fuentes, y se irán añadiendo progresivamente al Santoral. Derechos Si alguien, reclamando los derechos legales de esta obra, o de las imágenes aquí utilizadas, desea que se suspenda su publicación, por favor diríjase a Correo HDV. |
Nuestros santos patronos
« Año Cristiano - Vidas e Historias de Santos »
Hemos querido poner a disposición de muchos hermanos esta bella, memorable y edificante obra de Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B (1875-1979), que no ha vuelto a ser publicada desde hace más de 50 años. Nosotros encontramos en ella mucha riqueza espiritual. Las historias de los santos, además de que están tan hermosamente relatadas, son de gran inspiración para las almas. Cada vez es más difícil—sino ya imposible—encontrar santorales como este. Como lo expresaba de manera especial el mismo autor, hace más de 70 años: « Todo esto ha desaparecido. Las Vidas de santos, de forro de pergamino y hojas de un dorado viejo, como el de la miel de tomillo, han sido arrinconadas en las casas; las rancias advocaciones y expresiones, de una delicadeza entrañable, con que florecían las leyendas hagiográficas en los labios de nuestros padres, se van desgajando también del lenguaje vulgar; dentro de los templos, los santos continúan en sus nichos, pero olvidados, empolvados, desconocidos » Presentación de la obra por Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B Necesito dar unas breves explicaciones al lector. Si quiere, puede llamarlas excusas, porque convengo con él en que es una audacia excesiva el lanzarse a escribir una obra como ésta. Creo que de los santos, sólo los santos pueden hablar convenientemente; y esta consideración ha hecho temblar a mi pluma cada vez que he empezado una nueva biografía. He comprendido perfectamente aquella ansiedad nerviosa que sentía San Jerónimo al comenzar la historia del admirable San Malco, monje, pastor y cautivo. Y, ¡ay!, corazones como el de San Jerónimo no ha habido más que uno, y su pluma se rompió allá, un día, en la gruta de Belén. Además, temo que este libro va a parecer anacrónico, a unos por demasiado viejo, y a otros por demasiado nuevo. Nada más viejo que el título. Al verle, muchos han de sonreír desdeñosamente. Tiene un eco milenario, huele a Edad Media, a siglos que llaman de hierro y de oscuridad. Yo confieso que mi primera idea fue cambiarle; pero, por más vueltas que le daba a mi imaginación, no lograba encontrar otro más a propósito; hasta que vi que me fatigaba inútilmente, que hay cosas que no envejecen nunca, que son eternas e insustituibles, que al llegar a nosotros cargadas de años, nos traen, como el vino añejo, las esencias puras y perfectas. Sin embargo, si hay alguno a quien asuste la etiqueta, me atrevo a rogarle que examine lealmente la mercancía. Ya sé que existen gentes para quienes los santos no son santos de su devoción. Lutero se negó a arrodillarse ante sus altares; Calvino aventó sus reliquias, y Voltaire estallaba en aquella su carcajada de bufón en su presencia. Escritores famélicos, pobres ganapanes de la pluma, se encargaron de propagar el veneno. Y llovieron los insultos. Aquellos hombres a quienes el pueblo invocaba y veneraba eran pobres ignorantes, enemigos de la luz, charlatanes sempiternos, embaucadores de multitudes, cabezas nebulosas, agoreros de la miseria, perturbadores de la paz, enemigos de la alegría, amigos de la ociosidad, locos, fanáticos e insensatos. Lo mismo ha sucedido en todos los tiempos. Ya en el siglo IV decía San Jerónimo: «La contradicción es la herencia de la santidad.» Detrás de todo esto es fácil ver la inspiración del odio a la Iglesia de Jesucristo. Se la ataca en lo más bello y glorioso que tiene; se intenta despojarla de las más ricas vestiduras; y cuando no lo consiguen, se las manchan, se las enlodan, se las desgarran. Y es que tal vez el principio más fecundo de su actividad, la fuerza principal de su existencia, derivada, claro está, de la fuente primera de toda fuerza, es la santidad de sus hijos. Ella es, juntamente con la jerarquía, la doble base del edificio evangélico, la fuente de la cual se derrama a través del mundo una influencia de purificación y de renovación que es la más sólida garantía del progreso humano. Si la jerarquía comprende el sistema maravilloso de la organización exterior, que garantiza con su virtud conservadora la cohesión y la estructura de la Iglesia, y, en consecuencia, su identidad social; la santidad, fuerza creadora y magníficamente progresiva, es la revelación de su riqueza interior, la semilla que hace germinar infatigablemente un presente y un porvenir siempre nuevos, el murmullo glorioso que levantan, las fuentes eternas de la vitalidad de la Iglesia, la victoria, la expansión incontenible de lo más fuerte y original que hay en ella, de la corriente de vida personal, que ninguna fórmula, ningún principio, ningún sistema pueden agotar ni definir. Esta santidad no necesita apologías ni vindicaciones. Basta verla para admirarla; la exposición desnuda es su mejor defensa. Ella ha hecho germinar las almas más puras que han cruzado la tierra, ha formado los más grandes caracteres, ha iluminado la Historia con las figuras más maravillosas. ¡Qué espléndida galería de héroes la que forman estos genios religiosos! ¡Qué poder de acción, qué fecundidad de vida, qué grandeza de pensamiento, qué fuerza de voluntad! «Gente hay mucha—decía Herodoto—, pero hombres, pocos.» Pocos, ciertamente, pero el cristianismo tiene virtud para aumentarlos, ha logrado multiplicarlos al poner en el mundo ese nuevo ideal de heroísmo sublime que se llama la santidad, y esa nueva savia de vida que se llama la gracia. Si hay alguien que merece ser contado en esa aristocracia ilustre y poco numerosa de hombres, es, sin duda, el santo. El más alto heroísmo ilumina su frente; y en su vida brilla la luz de la verdadera grandeza. Es más: si miramos imparcialmente la historia política, religiosa y cultural de las sociedades humanas, observaremos que lo más noble, lo más amable que ha habido en la tierra, los frutos más bellos del árbol de la Humanidad, los más puros representantes de su tiempo y de su raza, son estos hombres, que siguen viviendo con una vida superior a la de los relatos librescos, con una vida que sigue produciendo en la tierra frutos maravillosos de heroísmo y de amor; porque ellos son, según las bellas expresiones de los Santos Padres, ojo para el ciego, pie para el cojo, báculo para la vejez, luz para los que andan en tinieblas, consuelo de la vida, antemural de la patria, escudo que aparta la ira de Dios, propiciación por nuestros pecados, estrellas que nos guían en nuestra peregrinación terrestre, retratos de Jesucristo, modelos de perfección, pilotos de nuestras almas y aurigas del carro de Israel. Sin embargo, hasta los mismos cristianos van echando en olvido esta incomparable grandeza. Hay una evidente decadencia en el conocimiento de las vidas de los santos. La misma España, la nación en que brotaron tan espléndidas flores de santidad, el pueblo de la imaginería que los eternizó en estatuas, pinturas y relieves vivos, calientes y tangibles, es desmemoriada y desagradecida. Hemos llegado a un tiempo en que las escenas de nuestros retablos monumentales, que eran libro abierto para nuestros antepasados, se han convertido para nosotros en enigmas indescifrables. Al revés de ellos, nosotros nos deleitamos en la forma y en la línea, y perdemos la belleza más alta de la idea. Antaño, el Flor Sanctorum era el descanso de la faena diaria en los hogares. Con sus ingenuos relatos se olvidaban las preocupaciones, se iluminaba la vida, se enriquecía el espíritu, se formaba la familia, se templaba el carácter, se ahuyentaba la tristeza, y el corazón se fortalecía y se llenaba de optimismo para empezar con energías nuevas la brega del día siguiente. Así brotaba en Santa Teresa el germen de las resoluciones heroicas; así olvidaba Hernán Cortés la ingratitud de los hombres; así Felipe II se armaba de paciencia para resistir los dolores espantosos de su última enfermedad; así se transformaba el capitán de Loyóla en el fundador de la Compañía de Jesús. Todo esto ha desaparecido. Las Vidas de santos, de forro de pergamino y hojas de un dorado viejo, como el de la miel de tomillo, han sido arrinconadas en las casas; las rancias advocaciones y expresiones, de una delicadeza entrañable, con que florecían las leyendas hagiográficas en los labios de nuestros padres, se van desgajando también del lenguaje vulgar; dentro de los templos, los santos continúan en sus nichos, pero olvidados, empolvados, desconocidos. Se ignora quién es éste de la barba larga y la cruz aspada, o el penitente desnudo a quien acompaña un león, o el que escribe con un águila enfrente, o el que va acompañado del cachorro que muerde una tea. Se ha perdido la clave que nos podría introducir en ese mundo mágico de emblemas y de símbolos. Indudablemente, esto es un indicio de que se va amortiguando la fe, de que se va perdiendo la curiosidad por lo maravilloso, de que nuestra religión palidece y pierde el entusiasmo vibrante de los viejos tiempos. Pero tal vez no sea eso sólo. He pensado que acaso no hayamos examinado suficientemente los gustos de nuestros días. Las Vidas de santos se han leído desde que existe la Iglesia, y en todos los siglos cristianos se ha cultivado la literatura hagiográfica. Pero cada época la ha concebido de una manera diferente. En la era de las persecuciones aparecen con las Actas de los mártires, aquellos relatos tan humanos y tan emocionantes que se transmitían de iglesia en iglesia, y que se leían en las reuniones litúrgicas de los fieles; durante la Edad Media, las hagiografías son narraciones interminables de sucesos prodigiosos, que los hombres de aquel tiempo devoraban y exigían; más farde, esta manera ya no satisface por completo, y al relato de los milagros se junta el análisis minucioso, ordenado y dispuesto, según una pauta uniforme, de las virtudes, cualidades y perfecciones del biografiado. La biografía se convierte en un manual de ascética. Hoy, el gusto del público ha evolucionado. La sinceridad subjetiva parece ser ahora el rasgo característico de nuestro ideal literario. Queremos el reflejo directo de un alma, su expresión en la vida, su más íntima realización. Yo, por lo menos, lo entiendo así, y este criterio es el que me ha guiado en todo momento al escribir este año cristiano. Más, acaso, que de hacer biografías, he tratado de trazar semblanzas, de presentar los rasgos característicos de una fisonomía, sin olvidar nunca que, como decía Poseed, hacer una buena fisonomía es armonizar todos los contrarios. Ha sido preciso tener en cuenta lo humano y lo divino, lo terreno y lo celeste, lo espiritual y lo corporal, lo emotivo y lo intelectivo. Ha sido preciso tomar al hombre tal cual es y seguirle en su camino a los reinos prodigiosos del amor eterno y de la luz increada; sin callar sus tropiezos en la peregrinación; sin disimular sus dudas, sus vacilaciones, sus inquietudes; recogiendo, sobre todo, aquellas cosas, aquellos gestos, aquellas palabras que mejor hacen surgir a nuestros ojos la grandeza de la figura, que más fuertemente traen hasta nuestros oídos el latido lejano de un corazón grande y generoso. Repito aquí lo que ya dije en la primera página de mis Semblanzas Benedictinas: «Quiero muy particularmente evocar la imagen de esos hombres admirables poseídos de Cristo, con sus rasgos físicos y morales; detenerme en las huellas, menos sensibles, pero acaso más elocuentes, de su paso; recoger el polvillo de la leyenda íntima, no tan fastuosa como la leyenda dorada, la de los sucesos maravillosos, pero tal vez más sugestiva, más emocionante. Es la santidad que vive a nuestro lado, la que rozamos en nuestro camino, la historia de los rasgos característicos, de las palabras que se dicen entre dos, de los hechos reveladores del alma, que han flotado en la memoria de los contemporáneos.» Para esto no necesitaba cargar mi relato de fechas, de sucesos anodinos, de datos históricos y geográficos, que el lector pueda encontrar en cualquier enciclopedia. Solamente lo que basta para que cada figura quede encuadrada en el marco de su tiempo y de su país. Esto es sumamente importante, y he puesto en ello un cuidado especial. Todo hombre está íntimamente unido a su siglo y a su raza, y los santos no son una excepción. El conocimiento del ambiente que obra sobre él, y sobre el cual obra, acaba de bosquejar su fisonomía. No podríamos dar un juicio exacto sobre él sin el conocimiento de la sociedad en que se desarrolla su existencia. Después de saber que San Cirilo de Alejandría era un verdadero egipcio, y San Epifanio un hebreo, no nos extrañaremos de la impetuosidad del primero ni de la naturaleza inquieta del segundo. La violencia de San Cipriano nos hace pensar inmediatamente en su origen africano. San Jerónimo fue canonizado a pesar de sus iras terribles y de su arrebatado temperamento, pero es que la Iglesia se ha dado cuenta de que este gran doctor era un eslavo. Al recorrer las biografías de hombres como San Ambrosio, San León, San Benito, descubrimos desde el primer momento el carácter de los antiguos romanos, y es que, mientras existió el imperio, casi todos tos santos occidentales conservan algo del sello grandioso de la antigüedad romana; y hasta podría decirse que le perfeccionaron suavizando su dureza, moderando su rigidez, pero sin perder nada de su fuerza y dignidad. Es posible que el lector quede un tanto desconcertado ante algunas figuras de santos irlandeses. San Columba, el bardo, el amigo apasionado de los libros, suscita una guerra a causa de un libro, y canta salmos mientras los guerreros se matan; San Cadoc recorre la Armórica al frente de sus cincuenta monjes, armados todos del arma de los celtas: el arpa; reprende y anatematiza a los tiranos, y sólo cesa de cantar ante la promesa que le hacen de renunciar a sus violencias; San Columbario escribe la Regla más mezquina de todas, discute sin cesar con los reyes y los obispos, estudia la mitología helénica y al mismo tiempo se entrega a las más duras maceraciones. Eran santos, pero no habían podido despojarse de su temperamento irlandés, pronto a la réplica, versátil, siempre inquieto, a no ser en la discusión; nunca tan inofensivo como cuando está irritado, nunca tan amable como en las disputas, contento con el sufrimiento mientras conserve la libertad de hablar, feliz en medio de sus incomprensibles pequeñeces, afable mientras no se toque a su honor, a sus instintos de justicia, a su sentido caballeresco en las relaciones sociales. Como se ve, no es posible comprender a un santo sin colocarle en su verdadero ambiente. Esto nos acerca a él mucho más que los sucesos maravillosos de que pueda estar adornada su vida, de que Dios la adornó la mayor parte de las veces en testimonio y recompensa de su santidad. Sin embargo, no se puede prescindir de este ambiente sobrenatural, como no se puede prescindir del físico e histórico. San Francisco es inseparable de su lobo, San Fructuoso de su cervatillo, San Benito de su cuervo, y de su perro San Roque. Tal vez alguno pueda creer que no hemos dado a lo maravilloso tanta importancia como se podía esperar. Ciertamente, no le hemos dado toda aquella que tenía en las hagiografías antiguas; pero esto no significa desconfianza o desdén. El milagro ha existido y existirá siempre en la Iglesia como un sello de su origen divino. Los prodigios que el santo encuentra en su marcha hacia Dios son como las piedras miliarias por las cuales conoce que no ha errado el camino. En los mismos fenómenos extraordinarios de la vida mística, que con toda su plenitud sólo ha podido descubrir en el cristianismo, en la religión dinámica, como él dice, veía últimamente el judío Bergson una de las más claras manifestaciones de un Dios providente y personal. Sin embargo, la santidad no consiste en hacer milagros ni en ejecutar cosas extraordinarias, sino más bien en ejecutar de una manera extraordinaria las cosas pequeñas, humildes, comunes y ordinarias de la vida. Los mayores milagros de los santos son sus virtudes: su oración, su abnegación, su caridad, su celo, su fidelidad en el cumplimiento del deber. Las mismas penitencias de los anacoretas famosos tienen un valor secundario. Muchos cínicos de manto raído y rostro demacrado, muchos santones búdicos de cabellos erizados y sucios vestidos, muchos jansenistas, para quienes la risa es pecado y un crimen oler una flor, les han superado acaso en sus penitencias y en sus rezos prolongados. Si la santidad consistiese únicamente en esto, muchos santos tendrían pocas esperanzas de entrar en el Cielo. No obstante, es probable que se echen de menos en mi relato sucesos extraordinarios que se han hecho clásicos en libros de devoción y en la tradición cristiana. Los predicadores y los directores de almas han usado y abusado, hablando del infierno, de aquel episodio de la vida de San Bruno que nos presenta al santo convertido por la voz del cadáver de un compañero, que le anuncia su condenación. Si leemos los primeros documentos que nos hablan del fundador de la Cartuja, veremos que este prodigio fue imaginado por ingenuos panegiristas que vivieron varios siglos después del santo. Lo mismo hay que decir del brazo cortado de San Juan Damasceno. El relato aparece en un escrito posterior, y está en contradicción con los datos cronológicos. Las actas apócrifas, los encuentros piadosos y las patrañas me repugnan invenciblemente. Mucho más las ilusiones o alucinaciones que proceden de influencias diabólicas o de humanas deficiencias. No he querido recargar esta obra con notas, discusiones y observaciones críticas; pero quiero que sepa el lector que he tratado de hacer una labor seria y concienzudamente histórica, y me importa hacerlo constar, porque el giro que he dado a la frase en consonancia con lo que yo creo que debiera ser la literatura histórica popular pudiera hacer pensar lo contrario. Siempre que me ha sido posible, he tratado de inspirarme en las fuentes buscando las biografías inmediatas que escribieron los discípulos y compañeros de los santos, leyendo también los biógrafos modernos, cuando me ha parecido que pudieran darme alguna luz, analizando más de una vez personalmente las fechas y los datos dudosos y discutidos, revolviendo día tras día las obras clásicas de la hagiografía, como las Acta Sanctorum, de Mabillon; las Acta Martyrum sincera, de Ruinart y Leclercq; los numerosos volúmenes de Monumenta Gennaniae histórica; la Patrología, de Migne, y, sobre todo, el centenar de infolios de los Bolandos, arsenal inmenso de grandezas y maravillas. En esta última obra aparecen los nombres y las vidas de todos los santos a quienes ha rendido culto el pueblo cristiano. Yo he tenido que contentarme con presentar uno cada día. Casi siempre escojo el que me impone la liturgia, el que celebra la Iglesia, exceptuando algunos santos mártires, como San Lino, San Hermes, San Cielo, de los cuales apenas si se sabe más que el nombre. Cuando el calendario eclesiástico viene limpio, me he tomado la libertad de escoger, no acaso el que más suena a los oídos del vulgo, sino el que tiene mayor relieve en el carneo de la cultura, el que más ha influido en el movimiento social, político o religioso de nuestra patria, o el que nos ofrece una historia más bella y emocionante. Tal vez por eso se encontrará el lector con nombres que son poco conocidos, pero que merecen serlo más. Son de santos o beatos que encontrará en la larga serie bolandiana de cada día. Puedo asegurarle que no me he atribuido el derecho de canonizar a nadie. Debo, sin embargo, para quedar enteramente tranquilo, revelarle una pequeña picardía: verá algunos santos desplazados. A veces me he encontrado con dos grandes figuras en el mismo día. Se me hacía muy duro olvidar a una de ellas, y la he colocado en el primer día libre. Después de todo, creo que el pecado es perdonable, y más si se tiene en cuenta que muchas veces no sabemos el día preciso de la muerte de un santo. No sé por qué capricho, creo que por la audacia de un falso cronicón, San Masona de Mérida ocupa un puesto en la hoja santoral del primero de noviembre. Como yo no podía olvidar este gran carácter de la España antigua, y, por otra parte, el primer día de noviembre es la fiesta de Todos los Santos, me ha parecido usar del derecho del falso cronista para colocarle en uno de los días siguientes. Mi criterio en esta selección ha sido añadir interés, variedad y riqueza. Quiero hacer desaparecer la idea bastante corriente de que todos los santos son iguales; de que todos son inaccesibles, todos igualmente extraños a la Humanidad, como figuras de cera vaciadas en el mismo molde. Todos, cierto, buscan el mismo fin, tienen la misma fe, cantan el mismo Credo, pero con este signo de unidad se junta una variedad prodigiosa. Vamos a recorrer todos los grados de la escala social, todas las regiones del mundo interior, todas las formas de la cultura, todas las manifestaciones de la inteligencia en todas las latitudes del globo. Nada de cuanto hay noble y bello en la tierra es ajeno a la Iglesia Católica. Para cada estado, para cada momento, para cada necesidad de cada uno de sus hijos, tiene un remedio, una claridad, un apoyo en esa enorme epopeya de sus héroes; para la vida interior y exterior, para el trabajo y el descanso, para la prueba y la consolación, para la alegría y la tristeza, para las luchas de la acción social y los combates que se libran en el fondo del alma. Por eso, el AÑO CRISTIANO debiera estar en manos de todos, como estaba en los antiguos días. Poema en que se canta al rey y al pastorcillo, a la doncella y a la matrona, a la monja y la mujer casada, al guerrero y al anacoreta, al hombre de la palabra y al hombre del silencio: para todos encierra tesoros de gracia, para todos tiene luces de doctrina y a todos les ofrece modelos de conducta. Y eso quisiera yo que fuese este AÑO CRISTIANO: un libro de recreo, de enseñanza y de edificación; un libro que sea el amigo bueno del fraile y del hombre de mundo, del predicador y de su oyente, de la modista y de la colegiala, del universitario y del obrero; un libro en que, con un lenguaje sencillo y claro, se cuenten las cosas más sublimes que han hecho los hombres, con la colaboración de Dios, y se describan los más nobles caracteres que han atravesado la tierra; un libro en que resplandezca la verdad venciendo al error, y arda el amor aniquilando a la muerte, y se vea la perfección realizada en la vida, y aparezca la vida lanzada en dramáticas aventuras, hasta las cumbres de lo divino; un libro que nos haga ver y comprender la grandeza de nuestra madre la Iglesia, contemplada en sus esfuerzos por el triunfo del bien en las sociedades humanas; que nos llene de valor para asociarnos nosotros a este magnífico combate que se prolonga a través de los siglos; que ponga en nosotros, juntamente con el sentido de nuestra responsabilidad, el santo orgullo, la legítima satisfacción de pertenecer a la sociedad divina donde se formaron esos atletas inmortales, que son, en frase de San Bernardo, nuestros amigos, nuestros hermanos y nuestros protectores. JUSTO PÉREZ DE URBEL. Santo Domingo de Silos, 30 de noviembre de 1933 |
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(Angelus. 1 Nov. 2007 (Solemnidad de todos los santos). SS. Benedicto XVI.
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