Octubre

Aclaraciones

* Mientras no se indique algo diferente, las narraciones de los Santos, han sido tomadas de la 4ta edición del "Año Cristiano" de Fray Justo Pérez de Urbel, publicada en 1951. (Ediciones FAX. Madrid, España)

* Los santos canonizados en años posteriores, se tomarán de otras fuentes, y se irán añadiendo progresivamente al Santoral.


Derechos

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SAN RAFAEL ARCÁNGEL

 

San Rafael, ArcángelPongamos al frente de estas páginas el año 700. Por esa época sucedió la bella historia que nos cuenta la Biblia. Seis o siete siglos antes de Jesucristo, en Nínive reinaba Salmanasar, y una parte del pueblo de Israel gemía ya desterrada en las llanuras del Tigris y del Eufrates. Entre los demás estaba Tobías, un buen israelita de la tribu de Neftalí, hombre temeroso de Dios, pagador de los diezmos, observador de la ley, y, sobre todo, enterrador infatigable de aquellos de sus correligionarios que morían en la cautividad. Esto último atrajo sobre él la persecución del rey de Nínive. A duras penas pudo evitar la muerte; pero desde entonces, en el hogar del piadoso hebreo se vivía en una continua ansiedad, que pronto se aumentó con una nueva desgracia. Una tarde, Tobías, fatigado de andar en busca de los cuerpos de sus correligionarios, se sentó a la puerta de su casa, y al poco rato dejóse vencer del sueño. Mientras dormía, arrullado por chirridos de golondrinas, el estiércol de las aves cayó sobre sus párpados, produciéndole una inflamación que le apagó la luz de los ojos. —Mira lo que sacas de esas obras de caridad—le decían sus amigos. Y hasta su mujer se reía de él y le injuriaba. El pobre viejo, triste, lleno de años y de pesadumbres, pensó únicamente en morir; llamó a su hijo, que llevaba su mismo nombre, le dio sabios consejos y, buen judío al fin, le dijo que en Rages, allá en el corazón de la Persia, tenían un pariente, llamado Gabelo, que les debía diez talentos de plata. —Mira, hijo mío—decía el anciano—, ahí tienes el recibo; cógele y corre a buscar lo que es tuyo. No tardes, porque ya soy viejo. —Todo lo haré como dices—respondió el joven—; pero lo veo muy difícil, porque ni sé el camino, ni conozco a ese nuestro deudor. —No importa—replicó el viejo—; puede acompañarle algún hombre inteligente y fiel, a quien, después que cobres el dinero, compensarás debidamente sus servicios. Un poco preocupado, el joven Tobías salió en busca de algún amigo, y he aquí que se encuentra de manos a boca con un mancebo hermosísimo, que tenía bien ceñido el manto, como si se dispusiese a caminar. —Buenos días, joven—le dijo—; ¿cómo por aquí? —Pues, mira—contestó el desconocido—; mi traje te lo puede decir. —¿Hebreo, a juzgar por tu lenguaje? —Sí; uno de los hijos de Israel. —¿Y conoces, acaso, el camino que lleva a la tierra de los medos? —No sólo le conozco, sino que le he recorrido muchas veces; y allí, en el extremo de la frontera montañosa donde se asienta Rages, tengo un buen huésped y amigo que se llama Gabelo, el comerciante. Estas noticias llenaron de contento al joven Tobías. Había tal sinceridad en el rostro del extranjero, tal poder de sugestión en sus palabras, que no dudó un solo instante de que había encontrado el compañero providencial para su largo viaje. Le hizo entrar en casa, le presentó a sus padres, y todos celebraron el encuentro inesperado. Para tranquilizar a los viejos y asegurarles de sus servicios, aquel joven simpático quiso dar a conocer mejor su personalidad. —Sin duda habréis oído hablar del grande Ananías—les dijo—; pues yo soy su hijo Azarías. Quedaos tranquilos, que yo guiaré a este muchacho en esa larga peregrinación y le traeré incólume a la paz del hogar. Con esto, el anciano Tobías abrazó a su hijo y despidió a los jóvenes, no sin haberles recordado los peligros que debían precaver: furia de fieras, seducción de mujeres, sorpresas de ladrones, y, sobre todo, ritos idolátricos de las gentes. Al notar el vacío que dejaba en casa la ausencia de su hijo, se quedó algo triste; pero no perdía la serenidad. En cambio, su mujer no cesaba de llorar y atormentarle con sus reproches. —¡Maldito dinero!—decía—; mejor era que no te acordaras de él, si iba a ser para privarnos del báculo de nuestra vejez. —Sosiégate, mujer—respondía él, imperturbable—. Estoy persuadido de que nuestro hijo volverá, puesto que, a mi ver, el ángel bueno de Dios le acompaña. Entre tanto, los dos jóvenes caminaban hacia el noroeste con toda felicidad. Tras ellos iba un perro pequeño que no quiso separarse del joven Tobías. Los primeros días anduvieron bordeando la corriente del Tigris, sobre el cual la ciudad de Nínive, capital de los asirios, estaba construida. Caminaba el ninivita completamente satisfecho y libre de sus primeras zozobras. La presencia de su amigo le llenaba de valor. Era un guía experto, un intérprete seguro y un corazón valiente para arrostrar todos los peligros. A veces el mancebo pensaba que había en él algo sobrenatural: ni le cansaba el camino, ni le importaban las dificultades, ni le amedrentaban los peligros. Muchas veces, Tobías se salvó gracias a la experiencia de aquel improvisado compañero. Un día se acercó a la orilla del Tigris para lavarse los pies, cansados y llenos de polvo, cuando vio un pez terrible que venía hacia él: —¡Que me traga, que me traga!—gritó, dirigiéndose a su acompañante. Este sonrió tranquilo, y dijo al joven: —Cógele de las agallas y sácale a tierra. Tobías obedeció, y no le costó poco trabajo traer el monstruo a la ribera. —Ahora—ordenó Azarías—saca el cuchillo, destrípale y guarda el corazón, el hígado y la piel, pues son medicinas muy provechosas. Subieron a una barca para cruzar el río, caminaron después por la llanura, se internaron luego entre montes poblados de robles; allí se oían rugidos de leones y aullidos de panteras, hasta que en un valle espacioso apareció a su vista Ecbatana, la ciudad populosa de las siete murallas de distintos colores, orgullo y fortaleza de los medos. —¿Conoces aquí alguna posada de confianza?—preguntó Tobías. —Algo mejor—respondió su compañero—; conozco un hebreo bueno y rico, de tu misma tribu, que debe ser algo pariente tuyo. Se llama Raguel. —He oído hablar de él a mi padre; por cierto que tiene una hija, según dicen, hermosísima, pero muy desgraciada. —Pues esa muchacha tiene que ser tuya, y con ella toda su hacienda. Turbóse Tobías al oír estas palabras. Conocía toda la tragedia de la hija de Raguel y de los siete jóvenes que la habían pedido en matrimonio y habían sido muertos por un demonio envidioso antes de acercarse a ella. —No temas tú—le dijo Azarías, adivinando su pensamiento—. Los que así murieron sólo pensaban en los excesos de la lujuria, como si estuviesen faltos de razón. Tú no tienes que temer; te llegarás a ella armado de la oración y la mortificación, quemarás el corazón del pez que mataste en el Tigris, y así harás huir al genio del mal. En la casa de Raguel tuvo lugar una gran sorpresa. Desde que vio a los viajeros, le vino al huésped un extraño presentimiento. —¿Sabes—dijo a su mujer—que este chico se parece mucho a mi familia? Después, volviéndose a los recién venidos, les preguntaba: —¿Podríais decirme de dónde sois? —Somos de la tribu de Neftalí, de los hebreos cautives en Nínive. —Entonces conoceréis a Tobías, mi hermano—repuso el judío de Ecbatana. —Este joven—respondió Azarías—es su hijo. Estas palabras causaron una explosión de alegría. —Entrad, entrad—decía Raguel, alborozado. E introduciendo a los caminantes en una habitación adornada de tapices y de alfombras les hizo sentar sobre mullidos cojines; entró después una muchacha, y Raguel presentó a su hija, que se llamaba Sara, como la mujer de Abraham. Vinieron esclavas con bandejas y jarras de plata, lavaron los pies de Tobías y Azarías, los ungieron de aceite y arrojaron perfumes sobre su cabeza. Sara, Raguel y su mujer lloraban de alegría, y Raguel daba órdenes a la servidumbre y decía: «Pronto, matad el chivato mejor cebado, calentad el horno, sacad la vajilla de plata y traed el vino viejo de las viñas de Engaddi.» Pasaron las horas sin pensar. Tobías hablaba de Nínive, de la ceguera de su padre, de las peripecias del camino, y así llegó el momento de la cena. Estaban ya sentados a la mesa los dos jóvenes cuando Tobías se levantó y dijo gravemente, dirigiéndose a su tío: —No probaré bocado si antes no me concedes lo que te voy a pedir. —Y ¿qué es ello?—preguntó Raguel. —Que me des por esposa a tu hija—respondió Tobías, poniéndose colorado como una amapola. —No puedo, hijo mío—replicó Raguel, pálido y tembloroso. Y empezó a contar la historia terrible que había costado tantas lágrimas a la familia. Afortunadamente, Azarías disipó todos los temores; aseguró que él se encargaba de romper todos los lazos del enemigo, y ya tranquilo el padre, tomó la mano de Sara, la puso sobre la diestra de Tobías y pronunció estas palabras: «El Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob sea con vosotros; que Él os junte y se cumpla en vosotros su bendición.» Luego se hizo la carta de matrimonio, en la cual Azarías suscribió, sin duda, como testigo. Pero el joven ninivita no se olvidaba del objeto de su viaje. Al día siguiente llamó a su amigo y le dijo: —Hermano mío, te voy a pedir un nuevo favor. Aunque me entregase a ti como esclavo, no te pagaría lo que te debo. —Habla, hombre, y déjate de cumplidos—replicó Azarías. —He pensado que mientras nosotros disponemos las bodas, tú vayas a Rages a cobrar el dinero; de esta manera no sufrirán tanto con la ausencia los pobres viejos. —Precisamente era una idea que yo iba a proponerte—dijo su guía. Y preparando los camellos, caminó hacia el Oriente, acompañado de cuatro esclavos de Raguel. Cuando estuvo de vuelta trayendo los diez talentos, los festejos nupciales duraban todavía. Fue preciso poner fin a ellos para pensar en el viaje de vuelta. Raguel fue generoso: dio a Tobías la mitad de su hacienda, le entregó a su hija Sara y les despidió. Entre tanto, los padres de Tobías empezaban a impacientarse; la madre, sobre todo, lloraba día y noche sin consuelo. Diariamente, al caer la tarde, salía al camino para ver si llegaba aquel hijo de su alma que tantas lágrimas le estaba costando. AI fin, una tarde, empinada en un montecillo, divisó dos viajeros: «Sí, ellos son; su andar, no cabe duda»; así dijo, y corriendo a su marido, le da la esperada noticia. Aún estaba hablando, cuando llega el perro jadeante, moviendo la cola y subiéndose cariñoso a las barbas del viejo. Éste se levanta, corre a tientas hasta la puerta, vacila y cae en los brazos de su hijo. Aquel hogar, que era un templo de Yahvé, se llena de alegría. Untado con la hiel del pez, el anciano recobra la luz de sus ojos. Vuelve a ver a su hijo; ve a su nuera Sara, que llega algo más tarde con un mundo de esclavos, esclavas, rebaños y camellos, cargados de joyas, tapices, muebles y vestidos. Estallan los himnos de gratitud al Dios bueno, que no abandona a los que esperan en Él, y Tobías no tiene palabras con que alabar los servicios de su providencial compañero. —¿Qué podremos darle por ellos?—pregunta el anciano. —Ofrecedle la mitad de nuestra hacienda—responde el joven Tobías—, aunque toda ella sería bien poco para lo que se merece. Llaman al mancebo, le ofrecen la mitad de sus bienes, y llega el momento de la revelación. —Gracias—les dice él—, pero yo no soy quien vosotros pensáis. Comía con vosotros y obraba como un hombre, pero mi comida es un alimento invisible. Yo soy el ángel Rafael, uno de los siete que asistimos delante de Dios. Vosotros bendecid a Yahvé, porque os ha mirado con misericordia. Dicho esto, desapareció, y por espacio de tres horas, Tobías y su hijo, postrados en tierra, adoraron y ensalzaron la providencia de Dios.